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lunes, 21 de marzo de 2011

El arte de hablar en público

Andaba yo la otra tarde de domingo -pasado por agua y lleno de frio- atareado y contento en el Archivo-Museo, ordenando carpetas y papelotes viejos cuando tropecé casualmente con un artículo de opinión que en su día había recortado y guardado con esmero, dado su interés para mí incuestionable. Se llamaba “Oratoria”, y era breve, jugoso y ameno, como los buenos discursos de antes: al grano, conciso y certero. Su autor Eduardo Haro Tecglen, recordaba a propósito de unas elecciones generales,  la importancia que en su época de estudiante de Letras, -allá por los tiempos de la 2ª República- tenía la enseñanza de la oratoria, en contraste con la actual calamidad, de auténtico desastre en la que nos encontramos. Se estudiaba –decía- como una parte de la Preceptiva: el Exordio, el Planteamiento, la Argumentación, la Conclusión, y dentro de la argumentación, la Prueba y la Refutación, materias todas ellas sin duda desconocidas para los jóvenes de hoy, así como la existencia propiamente dicha de un ARTE como este de HABLAR EN PUBLICO, unido como tantos otros a la LIBERTAD, en este caso a la libertad de expresión. No es de extrañar por tanto, que el origen y declive de esta enseñanza fundamental tenga mucho que ver con el resultado de la Guerra Civil, y que su extinción se deba principalmente a la gestión de aquellos políticos uniformados nacidos del nuevo régimen, empezando por su caudillo el Generalísimo Francisco Franco, probablemente el peor orador político de la historia de España y de cuyas escuelas salimos tantos y tantos alumnos malformados, mutilados y hambrientos de expresión oral por no decir impotentes y un tanto horrorizados de tener que hablar en público sin descomponernos o turbarnos, ni por supuesto hacer el más grande de los ridículos. Por eso resulta sumamente extraño que tras la recuperación de las libertades no se pusiera en práctica como enseñanza obligatoria en los Institutos y Facultades, ni proliferaran por doquier las academias de oratoria al estilo que hoy pululan los gimnasios, las clases de baile, informática o de idiomas. Y más extraño todavía que las Facultades de Derecho y los Colegios de Abogados no hicieran un verdadero esfuerzo por cultivar e incentivar entre sus alumnos y colegiados, respectivamente, esta práctica que tantos beneficios reportaría a todos, empezando por los propios aspirantes al foro y terminando por los jueces y magistrados, que serían sin duda alguna los primeros en agradecerlo. Pero ya no hablamos de la verdadera necesidad que puede suponer para juristas o letrados aprender a manejar su principal herramienta de trabajo, como es la elocuencia, sino también para cualquier persona de a pie que quiera sentirse viva y útil, de ahí que nos preguntemos en alta voz ¿Cómo no se le ha ocurrido ya a nadie abrir una academia para enseñar a hablar en público, habiendo como hay tantas gentes que lo darían todo por aprender? . Insisto, no se trata de enseñarles los diferentes pasos encorsetados de un discurso clásico, sino simplemente las pautas o técnicas a seguir y con las que obtener un rápido e inmediato éxito social, aparte de auténtico placer y satisfacción, tales como los de llegar a dominar nuestros pensamientos, desarrollarlos según ilación propia y expresarlos con claridad y vigor, ya sea delante de un profesor o director de un banco, como en una sala de conferencias ante mil personas. Se trata en definitiva de adquirir el valor, la confianza y la propia seguridad en uno mismo para poder ser quien somos o queremos ser, dando la cara y sin miedo, expresándonos siempre que podamos con precisión, emoción y fortaleza. Esa será nuestra principal obsesión.


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